(Aeronoticias).- Aquí, en Perú, pocos parecen amarse. Y cuando apunto a la palabra amor, implica respetar su pensar y actuar en consecuencia, no esa lejana caricatura que es el egoísmo, o aquello relativo a la carne (qué santurrón sonó eso último).
Al no amarse a sí mismo, no puedes amar a los demás. Por extensión, se le odia. O al menos armas tu burbuja y no tienes contacto con tus allegados, por quienes no darías ni una uña si algo malo les sucede.
Pero si tu odio llega a un nivel en el que te permite interactuar con tus pares y excluye al resto, pasaría a la gran lista que clasificaría entre clasismo y o racismo, dependiendo de los factores que se superponen.
Y ni eso. Entre unos y otros todos lanzamos nuestros gritos: «(inserte adjetivo que para uno signifique basura social dentro del grupo en el que tú convives) de mierda». Eso. Ser otro menos que tú significa ser basura. Ser menos. Ser un atisbo de lo que desechas en el reino de -lo tomaré, maestro Avilés- Waterloo.
Veo las publicidades. No me veo reflejado. Me pregunto si es que si fuera blanco, me sentiría igual de no identificado al ver esa propaganda comercial. Salvo el típico discursillo integrador tipo Marca Perú, lo blanco significa el éxito, el logro, la perfección.
Excluir a la gente por el color de piel, y persistiendo en ello hasta convertir a un grupo de la población en quienes detentan el poder acorde con lo «liberado» de esa segregación. Eso es lo que veo en la publicidad. Y los peruanos tenemos eso inmerso.
Mamado.
En alguna fiesta en la que hallamos sido rechazados. En alguna pelea con insultos con todos segmentos sociales que recuerdan a la madre, o la discriminación inversa. O cuando nos acarician y le añaden el «ito».
Nihilista y misántropo, al estar asqueado de la gente. Eso es lo que queda si nos aferramos todavía a tratar a todos por igual… hasta que cada uno se saca la mascarada y revele quien es.