Estado Laico, por Jefrey Buenaventura

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(Aeronoticias).- Soy católico por haber recibido el sacramento del bautismo cuando era un bebé y, aunque mi familia en su mayoría es tradicionalmente católica no puedo compartir la postura totalitaria de aplicar los cursos de religión en los colegios públicos pues, de una u otra forma, considero que ello contraviene la relación de Estado – Iglesia, pues se impone un régimen cultural basado en la fe que no necesariamente –en la actualidad– comparten por igual todos los niños y jóvenes en las escuelas del país.

La Iglesia Católica ha perdido un vasto terreno en la sociedad civil y en las universidades en materia doctrinal y de formación. Asimismo la pérdida de fieles y el crecimiento exponencial de sectores radicales del fundamentalismo tiene su base en la zona de confort en la que el catolicismo se ha asentado desde hace ya muchos años confiándose de su poder e influencia en rubros de la política y la sociedad.

La Iglesia necesita reformas profundas que nazcan desde cada pueblo, distrito o región sin necesidad de esperar un nuevo concilio a nivel del Vaticano para reactivar la confianza perdida y recuperar nuevamente el camino del Evangelio heredado hace más de dos mil años por su fundador.

En ese sentido, la necesidad de reconocer la separación entre el Estado y la Iglesia conlleva a diferenciar los poderes políticos y sociales de aquellos poderes heredados por el Magisterio (de la Iglesia) en nombre de una sola fe.

No se trata de renegar de la fe cristiana o de maquillar el laicismo con el término laicidad, pues el laicismo tiene como consecuencias el otro lado del extremo liberal que impone prácticas y/o estilos de vida con intereses particulares y nocivos para la sociedad.

Los padres de familia tienen el derecho de educar a sus hijos en la fe que ellos mejor consideren, pero para ello tienen como principal aval a la Iglesia Católica en el ejercicio de los sacramentos, mientras que, otros credos se forman en sus escuelas dominicales o en los sábados de oración sin necesidad de que algún poder del Estado intervenga directa o indirectamente en sus actividades, precisamente, por la autonomía e independencia de la cual gozan.

El Congreso no puede convertirse en una especie de “califato” de ideas cerradas en materia de debate ni mucho menos ser la cuna de archivamientos de proyectos de ley solo porque una “ley divina” así lo autorice. El Congreso está para legislar de forma objetiva, con argumentos claros y precisos que coloquen los intereses de la ciudadanía muy por encima de los intereses particulares de pastores o líderes religiosos.

Es importante aclarar que la voz de la Iglesia merece un trato respetable cuando expone su postura ante un debate por ser, además, una institución importante e influyente en nuestro país; sin embargo, esa voz no puede calificarse como un absoluto ni se debe decidir en base a sus argumentos de carácter empírico.

Queda en manos del Estado fortalecer e incentivar la laicidad en el marco del respeto y buena convivencia con las religiones que se practican en el país. Y repito, la laicidad no es laicismo. “Al César lo del César y a Dios, lo que es de Dios”.

 

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