El lenguaje del cuerpo

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(Aeronoticias).- El cuerpo tiene su lenguaje. Tanto interno como externo el  lenguaje es sumamente fluido. Quizás la mayor elocuencia exista internamente, donde un torbellino de eventos acontecen con la intencionalidad de mantener un equilibrio pleno.

Acorde a lo logrado internamente es lo que luego se va exteriorizando en nuestros rasgos, posturas, marcha, lenguaje, gestos, actitudes viciosas, enfermedades.

Hemos sido creados con una cualidad intrínseca para un propósito bien definido. Pero los avatares de esta vida han ido obnubilando aquél propósito, aquél camino. Hemos ido adquiriendo progresivamente mayor densidad en nuestro cuerpo físico consustanciándonos al propio materialismo que fue despertando en nosotros ambiciones desequilibrantes de nuestra interioridad (de nuestra intrinsiqueza) que a modo de mordaza fue impidiendo que afloraran en nosotros aquella prístina brillantez que se nos proveyó oportunamente al ser creados.

Los miedos, temores, pasiones y pulsiones hacen de nosotros que reforcemos aun más esta férrea coraza que nos va limitando en nuestras cualidades y que sólo nos permite interactuar en un nivel muy inferior al que deberíamos. Estamos pues cegados por una materialidad que a modo de pantanoso cieno nos acrisola en desventuras propias y mundanas.

Estamos habituados a escindirnos, a vivir en una constante perturbación de conciencia. No sabemos quienes somos, ignoramos nuestra propia existencia. Vivimos en el éxtasis de la ilusión que nos arrastra embriagados en nuestro propio ego.

Así nuestro cuerpo, nuestra mente y más aún nuestro espíritu conviven o comparten nuestro ser en una magna ambigüedad de solitaria esencia.

Alguien con atinados conceptos nos pregunta:”¿Usted tiene un cuerpo, o es un cuerpo?”

Apresuradamente respondemos que tenemos un cuerpo pues nos identificamos con él. Acostumbramos a vestirlo, nos reflejamos en un espejo y nos reconocemos. Y la mayoría de las veces todas circundan desde nuestro cuerpo. La mente por otro lado vapulea al cuerpo, lo tironea, lo arrastra muchas veces obligándolo a cumplir su voluntad. El cuerpo así sería como nuestro viejo compañero, obediente a nuestro mandato, y otras veces comportándose ajetreado por la insaciable mente.

La mente, cual brioso corcel, impetuoso en sus acciones, inquieto e incansable cabalga majestuoso en pos de caminos inciertos muchas veces, impulsado por su tenaz ambición de libertades. Así tenemos el cuerpo y la mente escindidos, uno juguete del otro. La mente se ufana de los logros sobre el cuerpo que van jerarquizándola en su ego. Y poco queda para el espíritu, que tan frugal alimento recibe y que va quebrantando su voz ya inaudible.

Todo deviene de nuestra ancestral tendencia a trazar fronteras. Ya cuando el Hombre utiliza la palabra para asignar a cada cosa su característica comienza a trazar fronteras sectorizando sus pensamientos que a la larga hacen de sí una trilogía insondable. Desde allí cuerpo, mente y espíritu son parcelas del propio Hombre que lo desdibujan  distorsionándolo en su verdadera esencia.

El cuerpo tiene su propio lenguaje. Un permanente diálogo existe entre sus distintos componentes. Aun en las instancias más críticas el diálogo intenta mantener su natural coherencia. Somos el fiel reflejo de la coherencia universal. A modo de una imagen especular representamos la perfección divina signada por el Creador. Desde que fuimos concebidos y consignados a esta vida el Plan Divino está en nosotros con su dinámica que impulsa nuestros pasos. Pero la mayoría de las veces, gran parte de nuestra vida la pasamos ignorando nuestra verdadera esencia y compromiso. Nos encontramos en una permanente neblina de incertidumbre sin encontrar el verdadero cauce, pero en nuestra interioridad, en donde radica nuestra verdadera esencia pulsa el inexorable deseo de conocernos, de despertar.

Vamos cumpliendo las etapas cronológicas de nuestra existencia permitiendo a nuestra mente su equilibrado desarrollo para llevarnos a la plenitud del raciocinio, pero no suele ser suficiente pues la mayoría de las veces quedamos atrapados en la frondosa trama de la banal existencia abundante en jugosas apetencias mundanas.

Así pues, según nuestro diario vivir, el diálogo interior del cuerpo se va estableciendo con modalidades de equilibrio o desequilibrio conduciéndonos a una vida plena o al tremuloso camino de la enfermedad.

El lenguaje se establece con consignas de estricta jerarquía, en donde las distintas estructuras participan pautando un orden de superioridad pero al mismo tiempo de una inacabada cooperación, teniendo como premisa fundamental el equilibrio llamado homeostasis.

El cuerpo habla en su interioridad a través de un lenguaje químico. Diminutas moléculas permiten ése diálogo que hace de generatriz de un incesante movimiento de átomos que impulsados a su vez por el influjo de su carga eléctrica permiten la expresión de la vida.

En la plenitud de sus funciones todo es armonía y así la salud se establece, aunque en un inestable equilibrio. El desequilibrio acecha a cada instante haciendo aguzar aún más las funciones y el diálogo a veces se hace tormentoso. Pero en su eterna sabiduría el cuerpo va saliendo airoso de aquellos embates desequilibrantes. Virus, bacterias, tóxicos, cambios climáticos y estacionales intentan enfermarlo. Pero también se encuentra con su propia mente como perturbadora y pertinaz inductora de tormentosos embates al equilibrio homeostático. El comportamiento interior va tornándose avasallante y comprometedor de las funciones vitales y en su ajetreada labor de cuerpo, expresa con salvas de gritos que llamamos síntomas y signos de alguna enfermedad. Pero en su nobleza, el cuerpo no hace más que alertarnos de algo que acontece,  pero que al mismo tiempo, con esos síntomas que percibimos, él mismo intenta solucionar el evento.

El lenguaje del cuerpo